miércoles, 21 de septiembre de 2011

Lucía Rodríguez Zeledón
     Nunca entendí porque los viejos guardan todo. Llegué a creer que era algo que les había enseñado cuando eran chicos y, de un día a otro, los futuros padres de hijos olvidaron que tenían que decirles a sus pequeños que es bastante importante y al parecer indispensable guardar recuerdos para el futuro.
     Hasta hoy, que perdí un arete, uno chiquitito. No es el hecho de haberlo perdido porque en realidad jamás uso pendientes, ni cosas colgadas de las orejas; no fue eso, si no el coraje que me dio porque lo había conservado bastante seguro hasta que decidí cambiar mis aretes de lugar. Esto lo hice, claro, en uno de esos ataques de nostalgia, en los que uno revisa cada uno de los cajones de su cuarto, encontrando sentimientos increíblemente indescriptibles y valiosos en las cosas más simples, como una servilleta con letras al reverso. A lo que voy es que ahora creo que el mover las cosas de lugar implica un movimiento interno al mismo tiempo, cuando cambias la caja con cartas de un cajón a otro, también cambias el sentimiento, lo sacas del corazón y lo acomodas en otro lugar y a veces resulta contraproducente porque uno termina perdiendo reliquias como los enormes recuerdos que traía mi arete chiquitito.
     Creo que ahora entiendo porque mi abuela tiene aquel closet apilado de cajas con fotos y juguetes viejos, hasta ropa de mi mamá cuando era un bebe. Y es que creo que las cosas están llenas de palabras que nunca dijimos y abrazos que no dimos, es por eso que nos cuesta tanto deshacernos de esas cosas que atesoramos como las perlas de la virgen, hasta las guardamos en lugares secretos, envueltos en trapos para que nadie, absolutamente nadie los encuentre.
     La casa de mis abuelos es como un museo, mi abuelo guarda todas esas cosas viejas de Nicaragua. Antes me parecía absurdo y hasta cierto punto inservible que aquel hombre, lleno de pelo blanco en la cabeza, guardara hasta el último papel que tiene algo que ver con él. También está mi abuela, que guarda un mechón de pelo de cada uno de sus hijos en uno de esos álbumes que estaban de moda antes, ahora la gente guarda sus recuerdos en una computadora, un aparato que, creo, no es confiable para contener toda una vida de emociones y experiencias; no creo que exista un aparato con la memoria lo suficientemente grande para poder guardar la inexplicable belleza que vivimos día a día. Y con esto no me refiero a que la vida de uno sea perfecta, hay altos, pero también bajos y eso, exactamente, es lo que no cabria en ningún tipo de computadora; archivar toda una vida es imposible, inclusive para la memoria humana o por lo menos es lo que dicen sobre la supuesta memoria selectiva del homo sapiens.
     Es triste pensar que tenemos que experimentar algunas cosas en carne propia para entenderlas, me refiero a perder mi arete, para entender la colección de antigüedades adornando las paredes de casa de mis abuelos.
     Creo que la gente guarda cosas para no olvidar, porque en el momento que comenzamos a perder la memoria, ahí están, todas esas cosas que nos vieron hacer y muchas veces deshacer cosas. Ahora entiendo porque mis abuelos tienen aquel espejo tan grande y tan viejo, porque cada vez que se reflejan en él, ven mucho más que dos viejos que han hablado mucho y vivido poco, ven a las personas que siempre quisieron ser y se ven en Nicaragua y ven a todos sus hijos, a los cinco. Entonces, creo que guardar cosas es un cierto tipo de mecanismo de defensa contra el tiempo, para no olvidar todo lo que hemos perdido o tal vez para recordar todo lo que tenemos y agradecer por lo que fuimos y somos hoy en día. Cada libro colocado en la pared guarda una reflexión distinta, guarda un deleite específico que se quedó colgando en las letras de cada una de ésas páginas llenas de polvo.
     Cada foto guarda un cúmulo de historias con ella, unas muy largas y enredadas otras cortas y románticas; historias de enojos y malentendidos, de amor y mucho amor, de amor sincero y amor pasional; cada foto tiene una promesa y, la mayoría de las veces, las personas en las fotos se ven más contentas de lo que nosotros somos o creemos que somos. Es por eso que añoramos el pasado, lo pintamos de colores y olores magníficos e irrepetibles. Es más fácil no olvidar cosas que creemos que fueron extraordinarias y lugares que nos hicieron sentir magia en el estomago.
Trazos: Luisa Fernanda Andrade Muñoz
     Tampoco es difícil usar palabras grandes para describir lo que éramos antes de esto y antes de aquello, pero lo complicado del asunto es aceptar que hemos vivido, que al tiempo no hay control que lo detenga y es probable que nos llegue cuando menos lo esperamos y, por eso, nos apegamos a las cosas que sí disfrutamos y que, muy probablemente, en ese momento, no creímos que fueran importantes ni que trascendieran en el cuerpo y en el corazón. Lo difícil también es aceptar la victoria del tiempo sobre uno, afrontar el hecho de que, desde el momento que naces, empiezas a morir un poquito y nos alimentamos la cabeza con preciosos recuerdos y nos olvidamos de dejar de morir un poco más cada día.
     Entonces creo que es importante guardar cosas que continuamente nos regresen a lo que fuimos pero únicamente para darnos cuenta de lo que somos ahora. Entonces me aferro a la idea de que mis abuelos guardan recuerdos, no cosas; guardan sentimientos que podrían ocupar más lugar del que alguien pueda tener en su casa para archivar y que guardar es bueno, siempre y cuando sigamos adelante, con un pasado tan firme que nos permita seguir caminando para algún día tener tantos recuerdos como mi abuelo tiene libros en su casa, eso es lo que quiero guardar en mi caja fuerte, el día que tenga una, por supuesto.

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