sábado, 16 de julio de 2011

Martha Isabel Arreola Santillana

     Las manos de Serafina se deslizaban lentamente. Sostenía en una de ellas una navaja gastada y en la otra una papa. Renato usaba dentadura, por eso Serafina siempre le preparaba comida fácil de masticar, no fuera a pasar que la señora Tita tuviera que mandar a reponer uno de sus dientes falsos por enésima vez.
     Renato era más necio que una mula y no tenía los mejores modos que digamos. Cada vez que se aproximaba a la cocina, arrastrando los pies como acostumbraba, Serafina giraba los ojos tristes y acuosos que tenía. “Me va a pedir que le traiga una Coca del mercado, ni que fuera inútil”, comentaba para sí.
     Ni modo, tenía que hacer caso a Renato, de lo contrario comenzaría a chantajearla. No importaba que tan hinchadas estuvieran las piernas de Serafina por eso de la presión alta, no importaba que estuviera haciendo las camas, tenía que abandonarlo todo para obedecer a ese capricho. “Al rato me va a mandar por sus malditos cigarros”, pensó para sí, mientras caminaba con ese refresco que no podría probar.
     Serafina hurgó el cajón de las pastillas durante algunos minutos. Separó cada pastilla correspondiente a ese día y las puso en la mesa donde Renato solía sentarse a que se le escurrieran las horas del día. Esa vez, la mujer cuyos ojos acuosos reflejaban más tristeza que ningunos que hubiese visto antes, se quedó en el marco de la puerta mirando a Renato. Entonces lo vio hacerlo por primera vez. Renato había lanzado el coctel de medicinas por la ventana. Pero ella no dijo nada.
     Una tarde de marzo sonó el teléfono. Era la abuela Tita. Le grité a mi mamá para que contestara el teléfono del recibidor. No me escuchó, entonces bajé las escaleras para darle aviso. Ella contestó y yo permanecí ahí mirándola. Eran esos ojos que años antes había visto, era esa mirada fija en la nada. “Tu tío Renato desapareció otra vez”.
     Entré una tarde a la cocina. Serafina lloraba con más dolor reflejado en el rostro que el de las plañideras que contrataban en su pueblo para los velorios y la amargura de sus lágrimas era superior a la de las que brotaron de sus ojos aquel día en que su hija menor murió de preeclampsia. Estas lágrimas eran diferentes, carcomían sus entrañas en silencio, en un silencio parecido al que escuchó aquella vez que no dijo nada.

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