sábado, 16 de julio de 2011


Carlos A. Alatriste Montiel

     El cuento nos envuelve. Desde niños aprendimos a ver la vida como una narración caleidoscópica en la que se han incrustado infinidad de historias imborrables y personajes entrañables. Caperucita Roja y los tres cochinitos comparten algún sitio de nuestra memoria con las respuestas a muchos ¿por qué? de la infancia; los Reyes Magos o el conejo de Pascua vuelven de cuando en cuando, con otras formas, en diversas circunstancias; la ciudad mítica que habitaron los abuelos parece imposible y sirve de contraste para nuestros sueños; las anécdotas escolares, el intercambio de ideas con los amigos, las aventuras vividas se entrelazan de algún modo con lo que somos y cuanto deseamos realizar... Parece existir una vocación universal a llevar cuentas, a salvar los recuerdos más significativos, a interpretar el mundo y darle forma con las palabras. Vivir para contar –o contando– es una forma posible de habitar el planeta. Y en esta posibilidad está la fuente del cuento como experiencia literaria. Relato con pretensión estética. El cuento no se puede definir en sentido estricto porque brota de la sospecha que hay algo que decir. Algo enigmático. Algo que requiere un vehículo eficaz de expresión. Algo lleno de significados. Algo que revela bellamente la grandeza y la miseria de ser humano. Algo que maravilla y desconcierta. En ese sentido, como dijera el escritor argentino Mempo Giardinelli en su libro Así se cuenta un cuento, publicado en México por Editorial Planeta:
     Es la indefinición eterna lo que constituye el sabor precioso y sostenido del cuento. Su razón de ser, el gusto, el placer que continúa brindando y su inmoralidad, pueden comentarse, pero no explicarse ni mucho menos definirse. El hombre y la mujer, su historia misma, son un cuento a contar: que se viene contando desde hace milenios; que se cuenta cada día; que no se termina jamás de contar. Un verdadero y exacto cuento de no acabar. Un movimiento perpetuo (Giardinelli, 1998: 29).
     Sin embargo, y pese a ser indefinible, el cuento tiene una serie de características que nos permiten reconocerlo, como la transformación de la situación inicial en otra mediante una serie de acciones que son propuestas para un tiempo de lectura relativamente breve. Se puede hablar incluso de una morfología del cuento. Generalmente se concentra en un asunto. Sin embargo, no se sujeta a reglas ya que se supone la astucia tanto en el que escribe como en el que lee. Requiere, desde luego, un pacto de imaginación. Debe ser intenso, contundente. Con unos cuantos personajes. En su presentación importa la forma tanto como el contenido. El final es al mismo tiempo inesperado y coherente con el principio. Y aunque el cuento es necesariamente ficticio contribuye a la comprensión de la vida.
     Con todo, tal vez sean la lectura y la escritura de cuentos, así como las imágenes, las que mejor nos ayuden a entender este género literario. Cuenta el autor de Qué solos se quedan los muertos (Giardinelli, 1998) que le preguntó a Elsa Bornemann qué es un cuento, y la autora de Un elefante ocupa mucho espacio respondió: “El cuento es una ola, un intenso día de vida; un amor a primera vista…”

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