miércoles, 21 de septiembre de 2011

Cynthia Ximena Elías Ruiz
     Estoy aquí. En el camión. Voy pensando mientras avanza. Me pregunto cómo es que no puedo dejar de desearla, de pensar en su belleza. Fue apenas ayer que la descubrí, en esta misma ruta mientras imaginaba el regaño de mi jefe por llegar tarde al trabajo, ¡otra vez!
     En eso estaba cuando apareció ella, enfundada en su minúscula falda que mostraba el torneado de sus largas y blancas piernas. La vi tan linda…
     La blusa escotada, rosa, de una tela tan delgada que revelaba la firmeza de sus pechos. Un rosa que contrastaba con el verde azulado de un par de expresivos ojos como nunca antes había visto; el cuello, delgado, estilizado, de una piel suave, fina, clara, que se extendía por todo el rostro hasta encontrarse con la blonda cabellera de un castaño claro que matizaba aquella figura como si de un cuadro se tratara.
     Avanzó por el pasillo. Yo la miraba como en cámara lenta. Veía el cabello sacudirse a cada paso, como las olas que nunca terminan de golpear los arrecifes. Su aroma fue el que llegó primero a mí. La aspiré, profundamente, y una sensación de mareo me invadió. Sentí flaquear mis piernas y un temblor intermitente invadió todo mi cuerpo. Apenas atinaba a sostenerme en el asiento.
     Ella se acercaba poco a poco y cuando me di cuenta que tomaría asiento a mi lado, sentí que se aproximaba un desmayo del que quizá nunca despertaría.
     —¿Tenés la hora?
     La ternura de su acento y la dulzura de su voz cantaron a mis oídos.
     —Siete quince —alcancé a responder con una voz que, pensé, ella no escucharía. Todo dentro de mí se agitaba y yo no entendía esas sensaciones y emociones encontradas que creía nunca antes haber experimentado.
     Ella sólo asintió con la cabeza, ante mi respuesta. Y sólo pasó: mi mano se había posado sobre la delicada piel de su pierna. Volteó a mirarme y colocó con suavidad su bolso en su otra pierna, supuse, que para evitar que se viera el movimiento que yo había hecho. En seguida colocó su palma sobre mi mano y la acompañó a recorrer la tersura de su muslo. Sentimientos desconocidos me invadieron.
     Su expresión placentera se fue desvaneciendo cuando advirtió que el autobús había llegado a su destino. Me miró. Me dejó una leve sonrisa de complicidad y bajó apresurada.
     Quedé inmóvil, en una parálisis total y sin saber bien a bien qué era lo que había ocurrido minutos atrás. Cobré consciencia de lo que había pasado cuando un sentimiento de desconsuelo me asaltó. Me había dado cuenta de que la perdí.
     No me resignaré a perderla. La buscaré hasta encontrarla. Sé que esto me costará el divorcio y espero que mi esposo lo entienda.

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