viernes, 25 de noviembre de 2011

Alejandro Cortés Patiño

     Gabriela mira la televisión. Son las 8 p.m. y se anuncia la entrada de su serie favorita en Prime Time. Inicia el show con sus vacíos pero efectivos contenidos y ella los observa y analiza: un protagonista que para ella es todo lo que estéticamente se espera de un personaje con tal título. Alto, güero, ojos claros, delgado y más allá de esto, es la representación del yo-superhombre-que-salva-al-desprotegido. En el lapso de una hora, y no obstante la ya omnipresente figura de dicho héroe, cada 10 minutos, el canal tiene a bien transmitir pautas comerciales en las que se nos presentan artículos hechos cual elixir, que nos otorgan la maravilla de ser y vernos más jóvenes, más rubios, más activos, más y más y más… Regresa la programación y ahora vemos al héroe, ese yo-superhombre-que-salva-al-desprotegido en problemas, pero su siempre aguda inventiva lo saca del problema para finalmente eliminar al enemigo – no tan “estéticamente” diseñado, de rasgo oriental – y así, la heroína, igualmente rubia y de ojos claros, cae rendida a sus brazos, como cada capítulo que Gabriela mira. Ella está satisfecha, apaga la televisión y se pregunta si algún día necesitará de los elíxires auspiciados por el protagonista, para ella misma figurar en su propia historia de héroes y villanos.
     Al mismo tiempo, Andrés mira un programa de cocina light, en el que el lema es “comer más sano para estar más sano”. Lo interesante – y quizá paradójico del asunto – es que no tenía más de una hora de haber comido una orden de tacos al pastor y casi un litro de refresco de cola. Observa con atención el procedimiento de preparación de una ensalada que promete hacer quemar 3 ó 4 kilos en una semana a quien tenga el coraje de sólo comer dicha preparación. A los 10 minutos, al igual que con Gabriela, en la televisión transmiten un comercial de un aparato maravilla que promete hacer perder tallas en tiempo récord a quien tenga el suficiente dinero y desesperación para bajar de peso: Andrés se siente un poco incómodo, pues el comercial empieza a hacer efecto (él pesa cerca de 100 kilos); baje de peso. Véase más joven. Controle el apetito. Regrese a su tono de piel original. Elimine arrugas. La vejez es una enfermedad. Menos, menos y menos. Andrés decide apagar el televisor y al día siguiente empieza una dieta milagrosa –que recomendaron en este canal– y corre a una tienda deportiva a comprar un aparato que lo ayudaría a bajar de peso en muy poco tiempo. Francisco está agotado y jamás concluyó dichos propósitos…
     Si bien es cierto que las dos historias anteriores nos pueden sonar cotidianas y, quizá, sin sentido, también es cierto que nos ofrecen una caricatura de la vida de miles de personas que están en constante bombardeo de este tipo de mensajes, en los que el ser bello y joven, se anteponen a la idea del envejecimiento y la exclusión. Socialmente se establecen estándares de belleza y juventud que se transmiten a diferentes generaciones a partir de códigos estéticos, socialmente reproducidos, que de no cumplirse se corre el riesgo de ser socialmente tachados y marginados. Cualquier vida fuera de estos códigos, es una vida amoral.
     Vivimos en una época en la que se exacerban sentimientos, que son tan profundos, que no nos damos cuenta lo lastimados y vulnerados que se encuentran: el amor a sí mismo, el patriotismo, el respeto y la tolerancia. Tan profundos que difícilmente notamos la sutil influencia de estos destellos de esperanza, aspirando siempre a “una vida mejor”(1) en la que no hay carencias – ni materiales ni espirituales – y en la que siempre se tendrá la aceptación de los otros. Tan profundos que sólo aparecen cuando se nos expone a un peligro – el de dejar de ser parte de “algo” – del cual no sabemos cómo vamos a salir. Menos belleza, más rechazo. Más juventud, menos marginación. Menos, más; más, menos.
     La juventud-producto y la belleza-producto se nos presentan como falsos profetas de aquéllos inevitables destinos a los que nos dirigimos si no cumplimos con las demandas capitalistas que nos imponen un estilo de vida de apariencias y ficciones. Habitamos un espacio-gimnasio-salón-de-belleza en el que se nos instauran competencias fisiculturistas en las que la lógica de la masa muscular y de la perfección del cuerpo, es la lógica del éxito. ¿Cuántas veces no hemos sido testigos de cómo en estos comerciales, el sobrepasar un límite de peso es cuestión de burla y de censura? ¿Cuántas veces se nos vende la idea de que estar bien por fuera –valga la metáfora– es estar bien con el más afuera, es decir, la sociedad? Se mide el éxito en función de la talla, no de los logros. Así es como vamos midiendo fuerzas con el Sansón-consumo, frente al cual no tenemos oportunidad sin antes realizar un análisis profundo de los diferentes porqués de dichas prácticas. Vivimos en una especie de Cólera en tiempos del amor –perdóname Gabo(2) por esta grosera paráfrasis– un amor ficcional a la estética efímera pero impuesta, a la moral vigilante pero cambiante, al verme-bien como cólera social.
(1)Decir de muchos de éstos comerciales.
(2)Hago referencia a la obra “El amor en tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez.

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