lunes, 7 de noviembre de 2011

Cynthia Ximena Elias Ruiz

     En una milésima de segundo todo cambió: un par de ojos elocuentes acecharon mi camino; al mirarlos estuve a punto de desmayarme.
     Analicé detenidamente aquello que me atrajo, miré su rostro: un semblante extremadamente bello con un par de ojos, tan cautivantes que parecía poder entrar en ellos; una deliciosa boca; el cuello, a leguas se le notaba la suavidad y tersura; los brazos grandes, que servirían como una maravillosa protección; las manos, sutilmente colosales, sólo lo bastante para poder tomar mi cara sin lastimarme, y al mismo tiempo no dejar espacios para que el viento pasara. Un cuerpo perfecto y amenazante, todo dentro de una pequeña y extraordinaria silueta de un tremendo desconocido.
     Me detuve. Reflexioné en mi situación comprometida. No era libre. No podía permitirme mirar otros ojos, pues los míos ya pertenecían a alguien. Y mi corazón también, hasta donde yo creía. Hasta ese día.
     No recuerdo cómo sucedió, pero comenzaba a hablarle, sabía su nombre, su acento, la tesitura de su voz. Lo conocía, aunque no sabía nada de él.
     Cada vez que cruzábamos palabras, mi corazón latía como una bomba empedernida; mis vellos se erizaban y mis piernas se debilitaban.
     Llegó el día de conocerlo más a fondo: nos citamos en un bar fuera de la ciudad. Estaba tan nerviosa, no sabía qué ponerme, si apasionarlo con un vestido que me hiciera ver sensual, que resaltara mi figura, o si presentarme como una chica tierna e inocente.
     Mi corazón, encerrado en la oscuridad; detrás de una puerta a la cual no había dejado acceder a nadie. Sin embargo, esto era distinto. Pensé en preguntarle: ¿No querrías echar un vistazo?
     Olvidé todo. Me quedé extasiada al mirar esa fisionomía que se antojaba deliciosa.
     Bebimos un par de tragos, sólo los suficientes para obtener el pretexto que nos mantuviera juntos. Él reía, expresaba sus sentimientos apoyado en la bebida. Y para mí, cada vez era más fuerte la tentación de esos dulces y dolorosos labios.
     Quería sujetarlos, sin permiso. Me esforcé para acercarme.
     No comprendo cómo pasó: todo cambió, así, en un instante. Nos encontrábamos en un paraíso que se escondía detrás de una cama con sábanas tintadas de carmín. La alfombra, alumbrada por muchas velas, que olorosas endulzaban el ambiente.
     Mi cabeza daba vueltas. En su rostro leía la seguridad que necesitaba. Por favor, olvida todo eso de "está bien", ¿Por qué tenemos que esperar la respuesta correcta? En silencio comencé a deslizar esa fruta madura en su boca; me di cuenta de que no podía dar marcha atrás. El delicado roce de sus labios transitó mi cuerpo.
     La vergüenza desapareció. Se disolvió poco a poco, comenzando en la punta de mi lengua. ¿Esto está bien? ¿Está bien? Ahora que se fue la confusión. Puedo ser más apasionada.
     Cuanto más sentía su cuerpo contra el mío, más embelesamiento pasaba por mi sangre; me sentía hipnotizada hasta los huesos, como si los ángeles nos guiaran hacia una nube sedosa y la embellecieran con una noche estrellada y una luna tan grande y blanca como nunca había visto.
     No quería que terminara, necesitaba más y más su cuerpo junto al mío; me esforzaba para no dejarlo ir, pero al mismo tiempo sentía como mis brazos dejaban de apretar, al experimentar que él sentía lo mismo.
     Ahora su necesidad de calor intenso es mía, aunque no puedo poseer el placer que siente.
     Lo sentí caer de amor en esa noche secreta.
     No dejaremos pruebas de lo ocurrido. Así, este será el crimen perfecto.

0 comentarios :