viernes, 25 de noviembre de 2011

Martha Arreola Santibañez

     Salí de casa hace algunas horas. No lo pensé demasiado, sólo tomé lo necesario, inventé un pretexto absurdo y abrí la pesada puerta. Doscientos pesos. Un periódico viejo; cachos de lotería; el pasaje de ida —¿sólo de ida?—, y el cuaderno barato de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol eran toda mi compañía.
     El boleto decía Orizaba, el asiento B18, eso lo recuerdo bien. Permanecí despierto durante los primero quince minutos; observé por la ventanilla del autobús. Respiración lejana de la ciudad, marcha de rumores, quedaba suspendida en el vapor de las aceras, en el occipucio de las palmas, en los cuerpos estacionados bajo los toldos. La ciudad completa se transformaba en manchas borrosas y lineales conforme avanzábamos, desaparecía.
     No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí una caricia de luz en mis párpados. Algunos de los pasajeros tomaban sus cosas y bajaban del autobús, yo hice lo mismo sin saber por qué. Mi viaje no tenía propósito alguno, mi vida tampoco, sabía que estaba loco, pero no conocí el grado de mi estupidez hasta entonces. No estaba en Orizaba, sino a muchos kilómetros de cualquier lugar que conociera.
     Un hombre se me acercó para estudiarme con cuidado. Parecía tener mi edad, pero su mirada reflejaba tanta fatiga que cuando terminó su escrupuloso examen me sentí agotado. “Usted debe ser el hermano del señor Ibarra, la hacienda queda por allá”, dijo por fin, señalando una vereda. Definitivamente, mi apellido no era Ibarra; sin embargo, tomé el camino sin preguntar más, una hacienda serviría de refugio por lo menos por una noche.
     Sigo el sendero sin detenerme a pensar. Ni un pájaro, ni un presagio, únicamente tiempo enredado en la maraña de electricidad, tiempo invertido en una caminata que aún no da frutos. He visto un corral, debo estar a pocos metros de la dichosa hacienda. No sé quién me recibirá, no sé siquiera si seré bienvenido. Camino un poco más, e intento acallar la poca razón que me queda.
     Estoy aquí, frente a una enorme puerta de madera vieja con adornos de herrería. He tocado, pero nadie contesta; golpeo una vez más la puerta. Se ha abierto casi sin resistencia y yo he ingresado de igual manera. Camino sigiloso a pesar de que nadie me escucha; fingiendo respeto por la privacidad de los Ibarra, que sin saberlo, me han recibido amablemente.
     He encontrado un sillón que parece llamarme; en él, leyendo y fumando, habrá de empezar mi labor humanizante de esta isla de antigüedad. Decidí apropiármela el tiempo que se deje. He permanecido, mi aliento empañando los cristales, viendo el jardín. Quizá horas, la mirada fija en su reducido espacio.
     No quiero irme nunca, menos de veinticuatro horas entre estos muros, que son de una sensibilidad, de un fluir que corresponde a otros litorales, me han inducido a un reposo lúcido, a un sentimiento de las inminencias. Un ruido interrumpe mi contemplación, parecen pasos. Desde el sillón la vislumbro bajando las escaleras, parece imaginada, pero no creo que lo sea.
     Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran cuerpo. Real es el deseo que comienza a filtrarse por mis poros, reales son las ganas de limpiar las manchas de ropa sobre su cuerpo, para besarla desnuda y en silencio. Son reales esas manos que tocan mi rostro y es real que me ha leído el pensamiento.
     Hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy: era movimiento, reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Ahora es besos tibios y caricias húmedas de Muriel, yaciente sobre unas sábanas empolvadas dispuestas a manera de lecho improvisado. Quiero salir al jardín un rato, le traeré unas flores frescas a mi musa. Hace frío, he metido las manos en mi chaqueta. Tres píldoras, una amarilla, una blanca y una azul.
     He recordado por qué llegué aquí en un principio, huía; no quiero hacerlo más, hoy tengo a Muriel. Deposito las tres píldoras en mi boca, las siento bajar por mi áspera garganta. Tengo las flores en la mano y las ansias en los dedos. Abro la puerta buscándola, no está más en nuestro lecho. Grito su nombre desesperado, me niego a aceptarlo. Ella es real, debe serlo, la sentí, la probé, la amé. Tan sólo anoche estuvimos juntos, recuerdo bien cómo los murmullos tornaban a la cabeza de Muriel con el cuentagotas del sudor. Ya no está.

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