miércoles, 22 de febrero de 2012

Cynthia Ximena Elías Ruiz

     Después de llorar por tres días, día y noche sin parar, fui a caminar al parque; me senté en una banca incómoda que tenía suelta una varilla.
     Admiré el lago coronado por pasto, de un verde humedecido por el rocío; la gente, todos acompañándose unos a otros, y yo, sola, porque así lo decidí.
     Mientras materializaba en mi cuaderno el recuerdo de algún fantasma, un chico se sentó a mi lado. Escogió las palabras antes de hablar:
     —¿Qué te pasa? Te noto agobiada, ¿cansada?, ¿confusa? ¡Ausente! ¿Acaso no te das cuenta de que existe un mundo alrededor?
     Reconocí esa voz, aunque no ubiqué de dónde venía, y peor aún, no voltearía a mirar al sujeto, así que dije al aire, con un leve suspiro:
     —Aléjate de mí, no necesito compañía —fue la frase que salió con voz entrecortada.
     Se levantó y en lugar de irse, se puso frente a mí y me abrazó. Al parecer, preocupado por lo que me ocurría, levantó mi cara. No tuve más remedio que mirar esos ojos transparentes y hermosos. Supe que eran suyos porque nadie más podría mirar a través de ellos.
     —Aquí estoy. Conversemos —lo miré, y entre dientes mencioné:
     —¿Dónde te metiste? Ya no sé donde estoy parada, ¿por qué te fuiste y ahora regresas como si nada?
     Tanto tiempo habíamos pasado el uno con el otro, que jamás nos dimos cuenta del lazo que nos unía. Éramos parte uno del otro.
     Escuché lo que tenía que decir, pero en lugar de ser concreto en su respuesta, divagó:
     —¿Quién eres? –dijo y la pregunta golpeó mis sentimientos más escondidos.
     Preguntó como si fuera algo tan simple de responder. Y así como su pregunta me parecía simple, le respondí algo que estaba segura que no quería escuchar:
     —Soy Ximena —y estaba en lo cierto.
     —¿Quién eres? —repitió, como si la primera respuesta no hubiera llegado a sus oídos. Antes de que volviera a hablar, cambió su pregunta:
     —¿Quién es Ximena?
     No sabía si jugaba. Tal vez mi imaginación me bromeaba, así que no respondí, hasta que dijo:
     —Quiero saber de qué me perdí. Te recordaba de una manera distinta y ahora que nos vemos eres otra. Quiero saber de qué me perdí.
     Él siempre me buscaba, siempre estaba a mi lado, cada que nos veíamos, nos perdíamos entre la bruma, a lo largo de las avenidas. Me hacía tanta gracia ver cómo se sonrojaba cuando lo abrazaba, cuando le hacía saber su estado, su sonrisa dibujaba una sola línea. Amaba esa sonrisa, amaba sus caricias, sus pláticas, todo lo que nos unía.
     Al escuchar esas palabras salir de sus suaves y delicados labios teñidos de cereza, esas frases tan inesperadas, tan confusas, que parecían evocar un mal sueño al que no acostumbraba presenciar, lo único que pude hacer, y no porque quisiera, sino para abrirle los ojos, para que supiera que aquella mujer que él había amado, seguía existiendo, fue gritarle.
     —¡Te lo perdiste! Me di cuenta que si trataba a los hombres como antes, me tratarían como su perro, como su trapo y como su muñeca. ¡Te lo perdiste! Aprendí a tratarlos como ellos a mí, y a ser cabrona. ¡Te lo perdiste! Ahora no me lastiman las cosas. Te fuiste. No te tuve cuando te necesité. Y ¡te lo perdiste! Lo arreglé a mi manera.
     —¿Y eso te enorgullece?
     Sus letras frías, la forma en que empleaba el lenguaje, parecían no tener vacío, llenaron mi mente y mi alma de martirios, de angustia y dolor.
     Él sabía que no podía remediarlo, que había salido de sus labios; que no podía ayudarla como creía porque por más que le daba vueltas al asunto, parecía caer en el mismo lugar.
     Sabía que los consejos de los amigos se los lleva el viento, y que suelen no llegar a ser más que eso: consejos, pero a pesar de todo, él quería ayudarme, entenderme, devolverme la vida, devolverme en mí.
     Los pensamientos invadían mi mente. Todo era tan confuso, inusitado. No encontraba las palabras para decirme aquello que tanto le aquejaba. Me miraba como a una niña, pequeña e indefensa que buscaba refugio dentro de una cueva.
     Nos ahogamos un rato en el silencio, conectados como antes y fue como la conversación fluyó, parecía escrita; yo me enojaba, me entristecía, y él sólo hablaba.
     De un momento a otro las cosas cambiaron: mi voz pasó a hablar hacia mi interior. Me molesté con él y saqué lo que sentía, ya no podía evitar más la tortura.
     Él se bloqueó, no sabía qué decir, quería preguntar, pero no lo dejé, así que sacó la bomba, me dijo que existía un mundo fuera de mí, el cual no me interesaba, a lo que yo, al defender lo que realmente era, respondí:
     —¿Quién te crees para decirme eso?
     Él, sutilmente volvió a preguntar:
     —¿Quién es Ximena?
     Todo me parecía difícil de explicar, no sabía cómo decirlo. Acarició mi rostro. Noté que no encontraba la frase perfecta para aliviarme, se sentía ahogado en sus pensamientos; el simple roce se su mano me dio el valor de proseguir.
     —Soy una persona tierna, agradable y amante de la vida.
     —¿Qué más? Quiero ver a aquella mujer que me hacía vibrar.
     Mis ojos se encontraron con los suyos, color chocolate, con olor a café y sabor a dulzura. Eso fue un gran golpe al fondo de mi corazón; no lograba acomodar las ideas; el tiempo pasaba increíblemente rápido y mi ser no dejaba de vibrar. Como pude, lo dije de un golpe:
     —Me gusta ayudar, dar consejos y estar ahí para la gente cuando lo necesite y cuando no. Soy de las personas que han hecho mucho por el mundo y por las personas. Soy independiente. Soy sentimental, sensible, amo a los animales, a la gente, me encantan los niños, me encanta darle todo a la gente aunque crea que no se lo merece.
     Descubrí que no podía apartarme de la realidad. Aunque él solo me mirara, yo entendía sus gestos, y proseguí.
     —Me enojo fácilmente, soy transparente y por ende se notan los defectos que tengo. Cargo con cosas que no debería, que ni siquiera son mías. Aprendo tanto de los momentos tristes como de los felices.
     En un instante me di cuenta que su mirada cambiaba. Sentí el calor de su cuerpo, aunque no me tocaba. Cada vez sentía algo más grande, pero era descabellado hablar de eso en un momento así. De alguna manera sabía que me entendía y que despertaba de un sueño absurdo que pareció eterno. Terminé con lo que iba a decir, aunque pensaba que ya no hacía falta:
     —Escucho, apoyo, lloro, río, doy la vida por las personas que amo, y cuando amo, amo hasta caer en el pecado.
     En su rostro terso se dibujó una sonrisa entre complicidad y alegría. Sabía que su esfuerzo había valido la pena y que esa burbuja que me escondía tras alguien que no era, de pronto desapareció. Ya no me sentía agobiada, estrujada, con cadenas. Me liberó, y al parecer por lo que dijo, también yo lo liberé.
     —Eso era lo que quería escuchar. Sé tú misma, y siempre encontrarás quien te ame por lo que eres.
     Y con las últimas palabras, anduvimos sin rumbo como si el tiempo no existiera.

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