jueves, 31 de enero de 2013

Laura Karen Bernal Pérez

Una extensa nube de humo se acerca, no soy capaz de distinguir de qué se trata hasta que termino tirado en el suelo, tan sucio, tan infértil, un simple espectador que no hace nada ante la lluvia de sangre que se desata, producto de la que se dice ser la mayor de las guerras… Consigo recuperar la consciencia después de varias horas, ¿o habrán sido días? En realidad no importa mucho mientras siga con vida. Escucho a lo lejos, rozando con la tierra, unos pasos que sigilosos y torpes, se acercan. Indudablemente son del bando contrario, ninguno de los nuestros caería tan bajo como para terminar arrastrándose, sin embargo, mantengo la esperanza de que sea una mano amiga la que me redima de estos sentimientos encontrados, me diga de una buena vez ¡Mikolaj, no es tiempo de sentir! O que sólo me haga sucumbir en un largo abrazo empático.
Trato de enfocar esa sombra bailarina a lo lejos, pero sigo sin lograr distinguirla. Es cuando miro a los lados que descubro el mar de sangre y me rodea el cuerpo la mejor amiga que pudiera tener en ese momento: la soledad. Quizá no tenga razón de seguir con vida, ¿por qué no me llevaron también? Una lágrima de impotencia y coraje resbala por mi mejilla limpiando los restos de tierra y sangre de la tan frívola y vana batalla recién enfrentada. Regreso a la realidad cuando una bota patea mis piernas.
Fue tan rápido, tan instantáneo, tan instintivo: mi mano tomando la pistola y disparándole en el pecho a aquel sobreviviente del otro bando. Mi segunda reacción fue mucho más tardada, prácticamente salí del shock  en el momento en que escuché la incertidumbre y la curiosidad de los alemanes por ver qué era lo que había sucedido, una ráfaga de adrenalina recorrió todo mi ser y comencé despojar rápidamente de sus ropas al joven adulto que se encontraba a mi costado, tan parecido a mí, con tanta vida por delante y yo que nadie era, se la había arrebatado. Era ahora o nunca así que me metí en el papel de Nazi para sobrevivir, la guerra en Polonia estaba perdida, pero tenía una ventaja sobre los demás, conocía perfectamente el territorio así que, en cuanto pude, escapé. Siempre mantuve en mente que, sin importar lo que hicieran con ella, seguía siendo mi tierra, mi patria, mi Polonia…
Tras siete años desde ese acontecimiento atroz que marcó con tinta indeleble mi ser, he de reconocer que la vida me siguió dando maravillosos regalos y experiencias. Recuerdo que, en cuanto supe que la batalla había terminado, salí a festejar con los últimos compatriotas que quedaban, ahogarnos en alcohol para mentirnos a nosotros mismos, olvidar la deshumanizante carga de tener el control de una vida con apretar un gatillo y mantener la esperanza de poder iniciar un capítulo renovador de vida.
Fue poco después cuando la conocí, me perdí en sus ojos y no quise alejarme de ellos nunca más, sabía que pertenecía a ese lugar, jamás me había sentido tan nervioso, era una batalla que no podía perder, ya no. Me acerqué a ella tan torpe y descoordinado (quién pensaría que después de tan insignificante imagen que mostré, sería aquella chica la que me acompañase por el resto de mis días). Al cabo de tres años concebimos a un alma que bebería mi energía entera entregándome a cambio la motivación de vida y felicidad pura con cada una de sus incontables travesuras.
Al parecer, todo eso termina… puesto que mi niña no fue suficiente para aventar al abismo ese recuerdo que seguía trayéndome pesadillas. Anhelaba una respuesta, rogaba por ayuda, pedía perdón, pero nada funcionaba, cuando pensé que ya no tenía derecho de seguir siendo feliz llegó una visita escalofriante a casa. Atendí al llamado de la puerta y sin poder entender de dónde provenía esa sensación. Ante la insistencia abrí dudando, con paso torpe, tal como aquel chiquillo de hacía ya quince años. Abrí lentamente la puerta de madera áspera que resguardaba mi hogar. Una brisa helada, acompañada de un escalofrío, recorrió cada parte de mi cuerpo. Esto ocurrió al ver la imagen de una persona que parecía no ser de este mundo. Traté de averiguar qué era lo que le pesaba a mi alma, que no la dejaba estar en paz, mi remordimiento era grande, pero mi orgullo lo era aún más, así que callé… tal vez, la decisión más estúpida de mi vida…
El ente que se presentaba ante mí venía del inframundo, me lanzó una terrible condena que acabaría con mi felicidad: diez años de mi vida me serían arrebatados como consecuencia de mis actos pasados, producto de esa guerra sin sentido.
Con una penitencia tan alta pensé que mi pena se iría y en lugar de eso el agujero negro dentro de mí seguía consumiéndome. No quise asustar a mi bella esposa, que ninguna culpa tenía de haberse involucrado con alguien tan inhumano como yo.
No puedo más con esta depresión, la impotencia y las ganas de hacer algo por interrumpir esta maldición. Me han dicho que el ayudar a los demás podría ayudarme a mí, sin embargo, por más cosas que haga para los otros, solo recuerdo una cosa y es que pronto no estaré para mis dos musas a las que tanto quiero y que me devolvieron la esperanza de vivir feliz.
Sigo luchando por ellas, pero cada vez pierdo el brillo en mis ojos y las cosas que me robaban una sonrisa, ahora sólo desprenden olor a podrido. Mi niña, que ha notado el gran cambio de su padre, se acerca con miedo a mi regazo y con mucha ternura apoya su cabeza en mi hombro izquierdo, anhelando aquellos momentos de juego que compartimos, donde el cariño reinaba y la soledad quedaba olvidada, pero ya no me quedan fuerzas, ni ganas de vivir. Comienzo a convencerme que debía de haber sido yo el que yació muerto aquella tarde, que el otro muchacho debería ser el que estuviera en mi lugar, que definitivamente él sabría disfrutar plenamente de su familia y les daría lo mejor. Soy sólo un pobre hombre que ni siquiera fue capaz de defender su identidad y que traicionó a su patria por sobrevivir… todo un egoísta.
Decido alejarme de mi familia, para que encuentren alguien mejor, no me llevo nada más que su recuerdo, y me dirijo a la ahora “gran manzana” de Polonia, aquella que veinte años atrás no era más que polvo levantado por granadas, alfombrado de cuerpos, perfume putrefacto y color rubí. No logro identificar el lugar exacto, así que sólo me siento en una calle angosta cerca de un árbol. Poco después me pierdo en mis pensamientos.
Cuando abro los ojos veo a una hermosa mujer de cabellos negros, vestida de blanco, pero esta vez no temo. Acercando su rostro angelical, se agacha, toma mi cabeza y la apoya en sus piernas. En un extraño idioma me canta una canción de cuna mientras revuelve mi cabello lacio. En ese momento pienso en lo que he hecho con mi vida, que tonto he sido… mi carga, mi castigo no fue el vivir diez años menos, fue el no disfrutar los que me quedaban. Me siento cada vez más liviano. Recuerdo lo feliz que fui con mi familia en múltiples ocasiones y una pequeña curva que vislumbra una sonrisa se forma en mi rostro, no sé si fue un sueño, pero fue el más bello de todos, ¿Quizá el último?

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