viernes, 3 de febrero de 2012

José Alejandro Gallardo López

     Su espalda tenía espinas clavadas, sus pies duros de tantos años de caminar descalza, sus dientes plateados y sus ojos tristes. Pero había algo que llamaba la atención, algo que no se puede ver pero se puede sentir. Su corazón estaba limpio, trabajador y esperanzado.
     Años y años lastimando su cuerpo haciendo lo que una máquina hace en minutos. Cuando llegó gente a ayudarla sus pulmones pudieron llenarse de nuevo, esta vez de alivio. Un día en el que ya no tenía que lastimar sus manos y lamer sus heridas para borrar la sangre. Un día en el que podía sonreír un poco más por un poco más de tiempo.
     Sentía que por fin era una mujer, una ama de casa y no una campesina. Cocinó, preparó una deliciosa agua de limón, y sonreía... Jamás dejó de sonreír.
     Horas pasaron pero, a la hora de partir, su sonrisa se borró, sus ojos estaban viendo el piso, y su paso era corto. Ya no existía la señora del agua de limón, era la monotonía regresando a su vida.

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