viernes, 3 de febrero de 2012

Martha Arreola Santillana

     Ojalá –dijo ella-, pero la muerte no se equivoca.
     Gabriel García Márquez

     En la casa amarilla de la calle Matamoros, vivía una mujer de nombre Virginia. Todos en la colonia la conocían, pero la suya era una de esas famas desgraciadas, de esas que dan lástima, no de las que incitan murmullos clandestinos y envidias evidentes; pues nunca se le había visto en compañía de un hombre.
     Pobre, ¡con lo mal visto que era entonces quedarse a vestir santos! Había mil historias acerca de sus intimidades. Se decía, incluso, que jamás puso en práctica el arte del que hablaba aquel libro de título arabesco que descansaba en su librero y que sólo una vez se atrevió a hojear; pero yo puedo contarles que se equivocaron.
     Es cierto que Virginia era de aquéllas que pasaban desapercibidas hasta para los albañiles de la ciudad, pero igual tenía los labios secos y ávidos de besos, igual el cuerpo trémulo y caluroso; tan mujer como cualquiera. Quería con todas sus fuerzas prenderse de alguien para desbaratarse entre la noche y su lámpara de mesa, ésa que utilizaba para leer novelas románticas de las que dan asco.
     Rayaba ya los cincuenta años cuando comenzaron a manifestarse los síntomas. Tosía tantas veces seguidas que perdía la cuenta, y los escalones de la casa sola y vieja se habían convertido en su viacrucis cotidiano. El cigarro había sido, desde siempre, el único que acompañaba su historia y no pensaba abandonarlo a estas alturas, después de tantas horas compartidas.
     Virginia había comenzado a pensar en la muerte cuando tenía nueve años, la noche en que su padre murió. Recordó aquel cementerio ensombrecido por sauces llorones y no pudo evitar imaginar que pronto se convertiría en polvo inerte, yaciente bajo una fría lápida. Entonces tuvo la necesidad de regresar a ese lugar, a llorar el amor desperdiciado que quedaba en ella.
     Llegó casi a las siete de la tarde; aún había luz de abril filtrándose entre las lágrimas de los árboles. Parecía no haber pasado un día desde que estuvo ahí por única y última vez. Caminó un buen rato en el laberinto de mármol, buscando, sin recordar por qué, la lápida que llevaba su apellido. Para cuando la encontró ya estaba demasiado oscuro y el cementerio iba a cerrar.
     Un hombre que pareció surgir de entre los sauces se le acercó para dirigirla a la entrada. Su piel era traslúcida y en su mirada había algo lúgubre y misterioso. Ella se quedó mirándolo, pasmada. “Es demasiado tarde”, le dijo, “será mejor que la lleve a casa”. Tomó a Virginia de la mano y ella se estremeció de frío y fascinación.
     Sus manos la recorrían junto con un escalofrío casi cálido y compasivo; No supo cómo es que su cama virgen estaba siendo conquistada por aquel hombre del que no sabía nada. Hubiera querido sentirse estúpida por aceptar el favor de un desconocido, pero no pudo. Sentía, en lugar de culpa, una dicha enorme, descontrolada. Ella lo miró sobre su cuerpo, hermoso, calmo, joven. “Te he dado lo que has querido, Virginia, ahora vienes conmigo”, la beso sin decir más.
     Doña Elvia notó algo extraño. La calle Matamoros no era precisamente segura y hacía demasiado frío como para dormir en paz con la puerta abierta. Motivada por una extraña sensación, entró sin preguntar a la vieja casa amarilla. Subió en silencio unas escaleras que le parecieron demasiado empinadas y abrió la puerta de la única habitación iluminada. Bajo la luz suave de una lámpara de noche, yacía el cuerpo sonriente y sin vida de una mujer cualquiera.

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