viernes, 16 de marzo de 2012

     María Guadalupe De Uriarte Morente
     En noviembre de 1952, por primera vez en mi vida, accedí a tomar un vuelo aéreo, estaba harto de viajes en tren, pero aun más en autobús, el folleto decía que tendría un viaje cómodo y placentero lleno de comodidades, que sería la forma más rápida de llegar al destino que deseaba conocer, Londres, Inglaterra.
     Aborde el avión número 407, me despedí de mi familia, decidido a conocer la ciudad de mis sueños, en ese momento estaba viviendo en Holanda.
     Veinte minutos después de haber abordado el avión, comenzó a haber una serie de turbulencias con largas duraciones, nos avisaron que el avión tenía fallas en el motor, que era imposible aterrizar y que no existía equipo para aterrizaje seguro.
     Por mi mente pasaron imágenes aterrorizantes, lo único que recuerdo de ese día es que escuchaba un ruido ensordecedor al lado mío, que las personas gritaban y que al impactar con el suelo vi volar sangre, cosas, personas y un sinfín de artefactos. De repente, comencé a ver el terreno con una vista borrosa que se fue convirtiendo en negro, ya no existía sonido alguno hasta que desperté afuera de mi casa, yo ya no existía, estaba muerto, el destino me llevó  ahí a despedirme de mi familia, por la ventana veía las noticias en las que aparecía yo, y  entré, los miré, los grabé en mi memoria y me fui muy lejos de este mundo. Al parecer alguien tenía planeado para mí un viaje con un destino al lugar al que sólo llegan las personas que nos adelantamos a los demás, y su nombre es Dios.
    

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