viernes, 5 de octubre de 2012

Cesar Antonio Rodríguez


Cruzando el Golfo, desde el brazo de México,
hay una costa, en sus arenas la sangre seca,
en el aire se respira la brisa espesa del miedo,
de la tensión, del sudor del verdugo de la costa esperando actuar.
Un verdugo sin alma ni temor, sudoroso,
en ese sudor de futuras lágrimas que lo queman y lo tensan.
Un verdugo inexpugnable, sordo y ciego,
que se alimenta de la tinta humana haciendo catarsis.
      
El verdugo, que se hace llamar el rey del mundo,
un mundo nubloso y negro, uno que sólo vale el precio de sus víctimas,
ciego y mudo, es el rey temido de la costa; su funesto hogar.
La costa que solía ser un paraíso,
donde parejas reían, hombres bebían,
y  señoras chismeaban en las calles sin límite de tiempo;
es ahora fiel testigo de almas negras y humosas.
      
El mar furioso arroja en oleadas su sal a los ojos de todos,
sin tregua, ni excepción,
la costa naranja deslumbra fúnebre y sin poder evitarlo,
brotan lágrimas, incomodidad,
la basura en los ojos de culpables e inocentes.
      
El verdugo canta eufórico por las noches,
tira sus balas hacia el cielo que caen punzantes
sobre campos perdidos (y algunas cabezas) como lluvia ácida.
Algunos le aplauden, otros lloran,
la mayoría son sólo espectadores junto con la costa,
Y otros rabiosos, lo maldicen.
      
Pero, ay de ti verdugo, no pongas excusas:
que si por alimentar amadas bocas,
que si lo haces por venganza.
Pobre de ti, llorarás lágrimas de sal hasta el hastío,
y llenarás ciertas costas:
El Maviri, Las Glorias, Angostura, Altata,
El Dorado, La Cruz, Mazatlán;
El mar de Sinaloa.
     
     

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