viernes, 25 de enero de 2013

Cassandra Mérigo Pérez     

Miré fijamente hacia un punto, un punto con letras. Mientras me enfocaba en la imagen recién procesada, las letras empezaron a sobresalir. Se acercaron más y más, aun cuando creí que era imposible. Las palabras me aplastaban y rebotaban en mi cabeza con un eco insoportable que me llevó al borde de la locura en tan sólo un instante. Mi mente estaba hecha nudos intentándose deshacer de tan terrible pesadilla; sin embargo, mis músculos estaban inmóviles.
El sonido de las manecillas del reloj no dejaba de retumbar en las paredes, provocando una asfixiante sensación de vértigo. Grité. La gente que me rodeaba se volteó mutando sus rostros en muecas de desaprobación y no tuve otra opción más que correr como el loco en que me había convertido. Mi nariz sangraba, sudaba frío y tenía el cabello en la cara. Rasgué mi traje con la rama de un arbusto y cuando me di cuenta, también llevaba un líquido viscoso cuyo color no podía distinguir en la noche. Mi nariz no sangraba lo suficiente para ser sangre... no para ser mi sangre.
No recuerdo por dónde pasé, ni qué hice. Sólo sé que al subir las escaleras hacia mi habitación, mis articulaciones desistieron. Intenté tomar el barandal pero fue en vano; ya estaba cayendo hacia atrás con una estúpida e involuntaria expresión de asombro en la cara. Sentí los escalones engulléndome uno a uno, golpeando mis vértebras como un montón de bestias abalanzándose sobre mí, y así sin más, me desvanecí.

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