viernes, 15 de febrero de 2013

Daniela Díaz de Rivera Sánchez

El día parecía ser igual a los demás en Atexcac, hacia frio ya que empezaba el invierno, los volcanes estaban nevados y hermosos, ya que si en algo somos ricos en este pueblo es de naturaleza y vistas hermosas.  Manuela y yo estábamos en la milpa, piscando teníamos mucho trabajo, estábamos cansados pero de algo se tiene que vivir y no nos podíamos rendir;  de repente llego mi hermana Blanca llorando, no entendíamos que pasaba y no podía hablar de lo consternada que estaba.
Sollozando, nos dijo que María había desaparecido, sentí que el alma se me vaciaba, no podía aceptar que mi hija estaba desaparecida. Corriendo fui hacia la casa, en el camino me encontré a mi mamá; me dijo que cuando todos despertaron, ella ya no estaba.  Nadie en el pueblo la había visto, era raro; la comunidad es tan pequeña que todos sabemos donde están todos, pero de María nadie sabía nada.
Pascual, su prometido, estaba igual de consternado que todos nosotros; él me dijo que había quedado de encontrarse con ella en el lago, su lugar favorito, pero ella nunca llegó. Una noche antes, ella le había dicho a su Pascual que Felipe, otros de sus amoríos, la estaba amenazando para que no se casara con él. A mí ya me había dicho que mi hija guardaba un secreto muy grande que no la dejaría vivir en paz en su matrimonio.
Al día siguiente ya no podíamos más con la desesperación de no encontrar a mi hija, mi sol, mi María; llamamos a Felipe para que nos dijera en donde estaba, seguramente él le había hecho algo a mi niña, pero nos confesó que él estaba igual de preocupado que todos los demás, porque ella  iba a tener un hijo suyo.
Mi cuñado y yo ardimos en cólera, le dijimos hasta de lo que se iba a morir, pero no podíamos pensar en las ganas que teníamos de partirle la cara, lo importante era encontrar a mi hija.
Nos dirigimos a la barranca, lugar donde María se iba a reflexionar cuando estaba triste o simplemente necesitaba pensar, ella no estaba allí. Al seguir caminando vi, a lo lejos, una mano, una mano caída con un anillo de compromiso barato y ahí estaba ella, mi niña, tirada al final de la montaña, pero más bien estaba su cuerpo porque su esencia estaba repartida en todos nosotros.

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