miércoles, 10 de noviembre de 2010

Samantha Arredondo
La noche era oscura y afuera caían tempestades, como suele suceder en las noches de verano. Y ella, acurrucada en el rincón de su alcoba, cubierta de sueños rotos y esperanzas vacías, sollozaba, al compás de la lluvia.
    –Tal vez deberías marcharte, borrar mi número y no volver.
    –Tal vez no debería hacerlo –contestó él–, tal vez realmente no quieres que yo lo haga
    –No vuelvas todo más difícil Rod, mi mundo ya está lo suficiente roto para sostenerte y aguantar a los dos, por favor, sólo vete.
    Rod la miró desconcertado, quiso abrazarla, pensó en besarla, al menos por última vez, pero sólo se alejó al marchar de las manecillas del reloj y cerró la puerta tras él, dejando así a un alma desahuciada y un beso sin final.
    "Y te miré, pensé en correr y alcanzarte, pero mis pies seguían estancados en esta arena movediza del miedo. Sólo pude caer de rodillas y gritar, suplicar en mi mente que me escucharas, y ver cómo gota a gota se deshacía la última pizca de esperanza que me quedaba, y de la fe en mí."
    Abrió la puerta de su apartamento, y aventó las llaves al sillón más cercano, tiró la chaqueta y se dejó caer en el viejo reclinatorio. Allí tomó pluma y papel, y comenzó a escribir:
    "Yo Rodney Frederick Ineto, confieso haber cometido el asesinato del comisario Frank, sin ningún cómplice, ni testigo de mis planes, la razón de la decisión que tomé, fue el simple odio que ardía dentro de mi ser hacia él y nada más. Suplico no se tomen más cartas en el asunto y se deje por la paz. Hombre por hombre, sangre por sangre."
    Una lágrima logró escaparse a pesar del gran esfuerzo de Rod por no llorar y se estrelló justo al pie de la página donde yacía su firma. Dejó caer la pluma al lado suyo y sólo por un momento, esperó.
    Caminó rumbo a la cocina y tomó una copa de vino tinto, se acercó al bar y vertió un poco de éste en la copa, volvió a la cocina y tomó la manija de la gaveta; con manos temblorosas la abrió y sacó un pequeño recipiente que contenía un misterioso polvo blanco.
    Al amanecer, Diana se encontró a sí misma en el espejo que reposaba en la otra esquina de su recámara; intentó olvidar la noche anterior, pero no pudo; apenas daba un paso y rompía en llanto de nuevo. La culpa y el sufrimiento acabarían matándola de soledad.
Salió a respirar un poco del aire fresco que le ofrecía el jardín, para luego regresar a lo que se convertiría en su eterno martirio. Fue en ese preciso instante en que el chillante sonido del timbre retumbó en sus oídos y salió a toda prisa, con la ilusión de encontrar a Rod parado allí afuera.
    Al abrir la puerta, sus ojos se volvieron como los de un gato, su piel se erizó, y sus labios se secaron, quedó paralizada, sin siquiera poder respirar.
    –¿Está usted bien señorita Shiam? –preguntó desubicado el Coronel Dimas.
    Diana siguió sin responder.
    –Señorita Shiam, si así se puso usted al verme, no me imagino qué le pasará con la noticia que le traigo
    –¿Qué noticia? –pudo responder apenas, tartamudeando.
    –Primero debería tranquilizarse y entrar de nuevo en sus cinco sentidos.
    –¡Qué noticia trae! ¡Dígamela ahora!
    –Está bien, madame, pero no se altere –contestó un poco asustado el coronel–. He venido a informarle que ayer a las 2 am recibimos una llamada espeluznante al cuartel, de un hombre que dijo haber estado a punto de cometer un homicidio, hacia él mismo.
    –¿¡Se suicidó!? –exclamó completamente agitada la señorita Shiam.
    –Lamentablemente, sí; lo siento mucho.
    –¿Y dejó al menos una nota suicida? ¿Me nombra a mí? –respondió Diana, aún más agitada e hiperventilada que antes.
    –Sí, ha dejado una nota, pero no la nombra a usted
    –¡Y que dice!
    –Se declara culpable del asesinato del comisario Frank.
    Diana comenzó a perder el conocimiento, su visión era cada segundo más borrosa, se dejó ir a un lugar que ni siquiera conocía, y flotaba, sólo flotaba, desvanecida y extinta, casi muerta pensó ella, casi muerta como él.
    "No fue él, no fue él, fui yo..."
    Despertó amarrada, en un cuarto más oscuro que el de anoche, recordó el momento en el que sonó un disparo, y recordó la sangre que corría, pero también recordó por qué lo había hecho, y que en verdad había valido la pena.
    Unos hombres vestidos de blanco, la tomaron por la fuerza, mientras ella gritaba hasta desgarrar su garganta:
    "Él se lo merecía, ese hombre abusó de mi toda mi infancia, ese maldito hombre y nadie le dijo nada, ese hombre me desvestía con las manos y la mirada, me forzaba, ¡ese maldito, desgraciado hombre!, y nadie le dio su merecido, sólo yo."
    La tía de Diana, Gabriela, la observaba sollozando, no sabía qué le dolía más: si la muerte de su esposo o descubrir las horribles perversiones que practicaba con su sobrina. Dio la vuelta, firmó unos papeles, y se marchó.
    Fueron muchas noches en el Sanatorio de Saint Louis, demasiadas, muchos rincones, gritos y soledad, pero hubo un día, en que la tierra y el cielo se juntaron, y fue ese día, en el que la noche, dejó de llover.

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