martes, 4 de enero de 2011

Melissa Costes
    La llama se enciende y el espectáculo comienza, los intérpretes se ponen sus máscaras, despliegan sus alas postizas y comienzan a volar en el escenario. Van dando vueltas por el cielo, cada quien por su lado, sin rumbo fijo, simplemente avanzando.
    Danzan entre los aires, hacen al público aplaudir; suben, bajan, ríen y algunos hasta lloran, todo con tal de cumplir con las altas expectativas de sus demandantes admiradores, que resultan ser ciegos.
    Los intérpretes, ya casi conocidos como bufones, se quedan suspendidos entre el éter y el subsuelo, creando así diversas formas con las nubes, que con tan solo un suspiro se transforman en ideas que únicamente pueden ser palpadas por mancos.
    Ya sin gravedad en el firmamento se mantienen flotando, esperando tan solo una débil ventisca que al apagar el fuego inicial, anuncie la llegada del acto final.
    Sin dejar rastro en el escenario, como denso humo, los humanos se van evaporando, hasta dejar vacío aquel olvidado teatro que, prontamente, será de nuevo utilizado para convertir a aquellos jóvenes intérpretes en los mejores actores que el mundo jamás verá, dándoles el papel más dogmático que en sus vidas pensaron, enseñándoles cómo ser un humano de verdad.

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