jueves, 3 de marzo de 2011

Carlos A. Alatriste Montiel

Fue durante el bachillerato que surgió y se consolidó mi cariño por el periodismo. En el Taller de redacción, el Sr. López Bonilla nos hizo transcribir una página editorial en la libreta. Fue un ejercicio, digamos, de reducción: toda la información –del tabloide- debía caber en una sola hoja –tamaño carta. En Filosofía, el Sr. Leonel de Cervantes y Lechuga nos llevaba recortes del día anterior y a partir de lo cotidiano empezábamos a elucubrar echando mano de nociones platónicas y conceptos kantianos… Cuando me di cuenta ya compraba El nacional todos los días y tenía claro que para entender el quid de los mensajes que viajan a través de los géneros periodísticos hay que leer entre líneas.

Ahora, nos hemos sacudido la manía de llamar a los docentes señor y miss. Dudo que alguien encomiende como tarea la transcripción a mano de un editorial. Ya desaparecieron Novedades y El nacional, entre otros. Los tiempos han cambiado; el periodismo, también. Tenemos medios y estrategias diferentes para leer el mundo. Y sin embargo, a pesar de sus contrastes y contradicciones, sigo pensando que el periodismo es un oficio muy noble… Supongo que eso ocurre con todos nuestros amores: pasados los años, uno descubre las flaquezas y las miserias que subyacen tras el oropel que nos deslumbra, las coincidencias pierden relevancia y las diferencias se acentúan. Como dice el refrán: “Si quieres saber quién es Inés / vive con ella un mes”. Entonces, tarde o temprano, uno decide dejarse abrumar por la desilusión y abandonar el barco, correr el riesgo de aferrarse a lo que se juzga importante, o proponerse nuevas metas.

También el periodismo brinda ilusión y desencanto. Hay columnistas a los que uno lee por un tiempo con agrado y luego con aversión. Nunca falta un gato disfrazado de liebre. Hay otros con los que uno puede disentir frecuentemente, pero no dudar de su coherencia y honestidad intelectual. Tal vez por eso leo con aprecio a Víctor Roura, a quien conocí en las páginas de La Jornada y cuyas letras he seguido en El Financiero, donde publicó una serie de reflexiones con el título “Los tamaños del amor”, textos que han sido recopilados y publicados con el mismo título por Plaza y Valdés Editores (México: 2009). Un volumen de poco más de 500 páginas, útil para quien intenta explorar el fenómeno amoroso “siempre inapresable, incluso inaprehensible” desde textos antiguos (griegos, bíblicos, latinos), hasta versiones literarias y psicoanalíticas contemporáneas. De su contenido, el autor ha escrito que trata “de la práctica y la teoría intrincadas del amor, ese ámbito mucho más laberíntico que el mero goce sexual”, a sabiendas de que el amor, acaso por su estructura de inextricable laberinto sentimental, es un término que, cuando pensamos que podemos razonadamente conceptualizarlo, acaba yéndosenos de las manos, con lo cual precisamos, en unión con los expertos y los veteranos, que, en efecto, la noción del amor, tan compleja y trastornadamente múltiple, aún no acaba por definirse (Roura, 2009: 16).

Leí muchas páginas de este libro en el periódico, acompañadas de un buen café. Al volver a ellas, las he disfrutado tanto o más que la primera vez.

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