viernes, 16 de diciembre de 2011

Alejandro Cortés Patiño

     Conocí el poder de las palabras y me quedé asombrado de los movimientos que pueden lograr si son bien articuladas. Conocí el poder de las palabras cuando yo mismo pude experimentar de qué forma ellas transforman, deforman y conforman la realidad y nos la presentan como una mascarada de significados y sentidos. Una premisa básica de este poder, es que se llegó a la necesidad de incluirlas en un cúmulo de libertades inherentes al humano como especie, por el simple hecho de haberse considerado como función diferenciadora del humano frente a otras especies.
     El innovador antropólogo filosófico Ernst Cassirer, decía que el humano se instituye como animal simbólico, toda vez que crea un nudo de significados alrededor del mundo natural en relación con el mundo social. "Es nuestra capacidad simbólica lo que nos diferencia de otros animales", nos dice, en un ejercicio de empoderamiento metafísico sobre la realidad. Pues resulta, entonces, que nos hemos dado a la tarea, en ese afán de mediación simbólica, de darle un valor supremo a la libertad de expresión sobre muchas otras libertades, pues es precisamente la ejecución lingüística la mediación simbólica de la que habla Cassirer. La producción lingüística es la que nos permite encontrar y crear significados de y para nuestra(s) realidad(es); es apropiarse de lo enunciado; es dominar simbólicamente aquello a lo que nos referimos. Contenido y expresión.
     Sin embargo, el empoderamiento que resulta del poder-decir-algo conlleva una serie de elementos que resultan tan interesantes como la ejecución misma: hablar y respaldar como Derecho Humano (así, con mayúsculas) dicha acción, nos pone en un plano en el que se confunde aquello que nos es propio de todo lo otro. Es decir, se habla porque se puede hablar y en esa forma establecemos un vínculo de poder sobre aquello (o aquellos) que queda dentro de nuestra ejecución. Hablamos porque conocemos y porque existe una licencia inherente, otorgada por miles de cerebros que han tenido que irse para que otros permanezcan, que nos da la facultad de hacerlo. Hablamos, porque vivimos. Es por eso que pasamos de la libertad de expresarse a la Libertad de Expresión (sí, pasamos una vez más a las mayúsculas) como inicio, piedra angular de nuestras relaciones con los demás.
     Pero, como era de esperarse, ninguna libertad lo sería si no existiera la antítesis. Si damos por hecha la existencia de una libertad, es porque le es correspondiente una prohibición. De ahí que llegamos siempre al "poder hablar" pero sin "poder comunicar". Y es natural: aquel que capitaliza su necesidad y permiso de hablar, automáticamente incurre en formas muy sutiles de lo que llamamos aventar sacos. Bordieu nos pone esto en evidencia, pero desde otra perspectiva "cuando hablamos, habla nuestro capital simbólico, es decir, todo aquello que nos conforma como sujetos". Y justamente nos conformamos en función de lo que no somos, es decir, en función del otro y por tanto es casi imposible no caer en la alusión personal. Pero más allá de eso, incurrimos en la representación de una realidad que quizá se torne insoportable para muchos, increíble para otros y por tanto, se acoja como agresión. Es por eso que la Libertad de Expresión se vuelve tan poderosa, porque tiene la capacidad de hacer público algo que ni remotamente es privado; nos permite abrir los ojos cuando los tenemos cerrados; nos permite lograr una identificación más adecuada con aquello que nos reúne; nos permite ser y dejar de ser. Las palabras pueden generar terremotos intelectuales, pero también pueden generar cerrazón y duda. Instauramos una libertad que no sabemos manejar, pero que cuando lo hacemos, la tierra se mueve.

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