viernes, 15 de febrero de 2013

Martha Isabel Arreola Santillana

Macondo no es solamente un pueblo perdido en la selva sudamericana, es el recuerdo de la abuela, es la manifestación una identidad en sus clamores y dolores. Escribir no es transcribir, de lo contrario estaríamos convirtiéndonos en farsantes y no en escritores. Nuestros propios recuerdos –o los de la abuela- no nos dictan, nos estimulan para que los traduzcamos en algo que puede ir más allá, en algo que puede volverse más mágico a cada instante. Por supuesto que la literatura es una salud, cuando sale de nosotros exorciza los límites y temores  para quedarse impregnada en las páginas de alguien más.
Una página en blanco puede resultarme bastante escalofriante. Temo que las historias que merecen ser contadas no se manifiesten por medio de mi puño y se queden ahí, flotando en el aire. Sin embargo, una vez que comienzo a escribir me siento mensajera, como atrapada en una dimensión diferente en la que más vale no pensar tanto en la palabra que sigue porque sola llega.
Sumergirse en lo ajeno puede ser tan sano como expulsar lo propio. Leer también es sano. Conocer al otro a través de las letras y sorprenderse a cada página con su ser y hacer es emocionante. Conocerse a uno mismo a través de un personaje a veces es invasivo e incómodo, otras reconfortante, pero siempre revelador y provechoso. Además podremos conocer 1968, oler magnolias en el ártico y saborear mangos en el Sahara, el límite es la imaginación.

REFERENCIAS
Deleuze, Gilles. “La literatura en la vida”. Internet. 04 de noviembre de 2012. Disponible en: <
http://es.scribd.com/doc/11477527/Deleuze-Gilles-La-Literatura-Y-La-Vida>

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